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MiguelOrtemberg 6/11/2018 12:48:56 a.m.
MiguelOrtemberg
LA NEBLINA DE LA RESPI-RACIN HUMANA SOBRE BUENOS AIRES
Miguel Ortemberg escritor argentino
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Tags literatura relatos Miguel Ortemberg escritores argentinos novelas de escritores argentinos narrativa argentina literatura latinoamericana escritores latinoamericanos
 
Literatura, relatos, poesa, literatura latinoamericana, novelas
 

Cuando terminamos de cenar ya eran las dos de la mañana. Retiramos trabajosamente la mesa, pero no lavamos; apagamos las luces y nos fuimos a la habitación.

Lo que sucedió con Eva esa noche no sé si es verdad; o mejor dicho: verdad es, pero no puedo discriminar qué parte fue sueño, qué porción es producto de fantasías en un momento de altísima tensión psicológica, distinguir cuáles son los hechos que acontecieron realmente.

Soy un profesor de Historia del Arte. Siempre fui curioso y la curiosidad me llevó más de una vez a hundirme en la desesperación y el sufrimiento: padecimientos, las más de las veces, inútiles, propios de aquellos que pretendemos abarcar la totalidad de la vida con el pensamiento.

Soy hijo de judíos y siempre creí en un Dios, en alguien superior, en la posibilidad de una vida más allá de esta vida. Pero cuando Eva se enfermó, cuando el médico nos dijo que su enfermedad era terminal, creo que enloquecí... Recuerdo que Eva me advirtió una tarde:

—Mirá, si querés ir con una foto mía a ver a un curandero andá, si querés que consultemos a un médico homeópata, a un naturista, al cura Simón que dicen que tiene el don de curar, a todo esto te acompaño, voy... vamos a recorrer un camino circular, un periplo que nos va a traer al mismo lugar en el que estamos.

Yo la insulté, le dije que no tenía fe, que había tratamientos nuevos en Europa. Estaba desesperado; ella me miró apaciblemente y me dijo:

—¡Vamos...! Adán, vamos a dónde quieras, te quiero mucho.

Siempre en mi vida me creí un hombre sensato o, al menos, racional. Nunca le di importancia a los horóscopos, tuve poca consideración con los que se creían con la capacidad de leer en las estrellas, en el movimiento misterioso de los astros, nuestro destino o algún signo de nuestra constitución psicológica o espiritual. Y con relación a las iglesias y sus gentes, que rezaban sistemáticamente o que caminaban kilómetros hasta Luján o a algún otro sitio de peregrinación, que se flagelaban de alguna manera física o espiritual, para lavar culpas o parecer más buenas ante su Dios, fui autónomo, una especie de creyente solitario.

Hoy ya no sé... Porque lo que sucedió esa noche en nuestra habitación, lo que sentí soñando o despierto, forma parte de mi historia; me estremeció y está tan firmemente adherido a mi memoria que puedo recordarlo, recorrerlo, caminar por esa noche como camino hoy por el patio de mi casa o la vereda de mi barrio.

Entramos de la mano en nuestra pieza y encendimos la luz. Un viejo aplique de pared nos ofrecía una triste imitación del sol, la media luz, la penumbra, contrastaba con el blanco intenso de las cortinas.

Nos desvestimos. Eva se sentó en la cama de su lado y empezó a sacarse el saco, el vestido, la blusa, el corpiño blanco y vi su espalda desnuda. Luego inclinó el cuerpo como pájaro para iniciar el vuelo, se incorporó, giró y quedó frente a mí. Estaba mucho más delgada, pero hermosa como siempre; tan sólo algunas manchas violáceas en los brazos, producto de las inyecciones, mostraban su enfermedad. Le pregunté si tenía frío, me dijo que sí; entonces le ofrecí mi camiseta. Siempre se la ponía y a mi me gustaba verla, semidesnuda, caminando cubierta hasta los muslos.

Siempre jugábamos con Eva...

Entre los dos corrimos el cubrecamas; después la frazada y la blancura de las sábanas iluminó la escena, a partir de entonces aterciopelada, suave, ingrávida como las cortinas que Eva había cosido para nuestra pieza. El colchón nos sostenía como pileta de mercurio, acostados uno al lado del otro nos dimos la mano mirando hacia el techo, después nos pusimos de costado, cara contra cara, cuerpo contra cuerpo; nos abrazamos sin pronunciar una sola palabra, nos rodeamos con los brazos y piernas enrollándonos sin violencia, con afecto y temperatura, nos respiramos mutuamente, nos olimos, nos emocionamos por acompañarnos y así nos dormimos. Esto es todo lo que sé que pasó, antes de lo que pasó:

—Eva, ¿cómo es tu Dios? —Y ella me respondió:

—¿Querés saber?

—Sí, quiero saber cómo es el Crucificado.

—Mi Dios no está crucificado, fue crucificado, pero está bien, resucitó y anda por ahí.

—Eva, mi amor, ¿qué es la eternidad?

—La eternidad, como nacer o decidir algo importante en lo que te jugás el destino, requiere que pienses, que sientas y que pongas en juego tu voluntad. El misterio es demasiado grande para abarcarlo con una sola parte de vos.

—Está bien, lleváme por favor con tu Dios porque yo no te puedo llevar con el mío, estoy un poco escéptico, lleváme sea cual sea, me entrego, quiero conocer el lugar donde nos vamos a reunir después de la muerte. Necesito anticipar, aunque sea un poco; si no me voy a morir con vos, no voy a tener fuerza para cuidar lo que amamos tanto. Te ofrezco mi cuerpo entero, pero por favor, ¡vamos!

—Te llevo, Adán, te llevo; vamos a ir a un espacio donde desaparece el espacio y a un tiempo donde el transcurrir no es hacia la muerte, ¿me entendés?; es un lugar donde la luz no es para ver, sino para habitar.

—No entiendo, no entiendo... pero no importa, ¡voy igual!

—Vamos.

Fue cuando empezamos a ver la ciudad desde arriba, todo quedó dormido, el único sonido era el latir de los corazones, un desparejo traqueteo mezclaba en una misma música, de manera insensata los golpes y los silencios de pobres y ricos, niños y ancianos, buenos y malvados, sanos y enfermos, santos y verdugos. La percusión, el golpe rítmico de la vida, nos hablaba a Eva y a mí de las esperanzas una y otra vez postergadas, de anhelos y utopías, sueños y deseos, magia y epifanía; algo biológico y al mismo tiempo sobrenatural nos llamaba a quedarnos despiertos tolerando el sueño.

Un vapor que se asemejaba a una llovizna fina o neblina acumulada fue cubriendo lentamente la urbe; las calles, los caminos; envolviendo los edificios que se reunieron de a poco hasta parecer una masa orgánica. Esa neblina no venía de los cielos, no era vapor condensado de las aguas del Gran Río. Tampoco eran nubes saladas trayendo la bruma del sudeste, de los mares australes, ni la transpiración de los edificios mojados por las lágrimas de los mendigos, que a esa altura ya éramos muchos. Se trataba de una parte del cuerpo de la población que dormía: su respiración, parte de la atmósfera que masticamos, aspirando y exhalando hasta transmitirle nuestra temperatura, nuestro olor, nuestra sentimentalidad, y también nuestra humedad interior que es manifestación de la vida que poseemos. Neblina con cuerpo de campana sobre la población de Buenos Aires.

Parecía la madrugada del seis de enero, algo mágico estaba sucediendo y lo presentíamos. Le pregunté a Eva nuevamente qué sucedía, qué era esa neblina, qué significaba ese silencio absoluto y la rara música que golpeaba y golpeaba. Miré el reloj, eran las dos y veinte minutos. Luego escuché un susurro, una súplica muy suave y humilde, un canto tenue y poderoso: Eva estaba rezando, le pedí que me dejase escuchar su rezo... Pero sólo pude oír palabras sueltas: gracia, María, Señor, eternidad.

Mi reloj estaba detenido y, si bien yo no volaba en ese momento como los pájaros, tampoco estaba atado al suelo como los que no tienen Dios. Eva me estaba ayudando a creer en lo increíble y yo preferí pensar que el reloj no tenía un problema de pilas, lo entendí como una señal y sentí la fuerza del alimento sobrenatural que nos permite crecer desde la interioridad de nosotros mismos.

Salimos de la habitación sin caminar, casi desnudos. Eva llevaba puesta mi camiseta de frisa y yo una vieja bufanda colorada. Llegamos hasta la esquina de San Pedro y Escalada, estaba confundido, Eva me abrazó y empezó a acariciarme con sus largos dedos de madera, yo siempre le decía que sus dedos parecían de madera. Nuestros cuerpos entrelazados se mudaron en habitación, en un espacio afectivo que nos contenía, y en ese abrazo cariñoso hecho a la intemperie de la esquina apoyamos nuestros labios en un beso.

Un fuerte viento soplaba desde el Sur, tomamos envión un poco a contraviento por el bulevar San Juan Bautista de la Salle hacia Avenida del Trabajo y nos despegamos del asfalto. No había motores ni turbinas, ningún sonido especial nos marcó el inicio de la navegación, una fuerza interior ascendía mientras el viento nos ayudaba como a los barriletes y la gravedad decía ¡basta!, y se retiraba derrotada. El vértigo y el miedo a la velocidad dieron paso a la alegría. Ni siquiera teníamos miedo de chocar con antenas o techos salientes, postes de alumbrado, cables de alta tensión. No había gravedad porque no era grave la situación, más bien daba risa; pero no por la pirueta, ni por la monigotada de volar. Nos daba risa de felicidad. Eva tenía todavía el pelo recogido en un rodete y yo le pedí que se lo soltara. Entonces, sin mediar palabra liberó la hebilla que los sujetaba y como una larga alfombra se desenrollaron y empezaron a flamear.

Una vez en lo alto me dijo:

—Quiero que hagamos el amor—. Yo empecé a reírme y le contesté:

—Me parece que no podemos, no tenemos cuerpo...

—¿Quién te dijo que no tenemos cuerpo...?, aquí tenemos cuerpo, el mismo de siempre pero transfigurado. ¡Somos nosotros!, y te necesito.

Jamás había hecho el amor en la vía pública, volando desnudo sobre la ciudad. Todavía hoy, cuando me siento muy solo, recorro Buenos Aires mirando el cielo, buscando ese lugar inmaterial, ese lugar celeste donde por última vez nos amamos con Eva.

—...

—El espacio adquiere su mayor volumen; como el fuego, se quema lentamente; el tiempo está seguro y se espesa cocinándose al vapor de los que viven. Sin conciliar lo bueno y lo malo en lo fecundo, no se llega a Dios.

—...

—Laten los corazones de los que viven y se escucha el eco de los corazones que ya vivieron y se anticipa el sonido de los corazones que crecen en la imaginación de Dios, como perpetua planta, como una interminable primavera. Son los vientos de la tarde que se prolongan al anochecer.

Enterremos nuestros ojos, sólo existe lo que no vemos.

Esas frases terminaron por ablandar mi corazón. Luego, Eva me convocó con una sonrisa, me apretó contra su cuerpo, abrió generosamente la boca y se tragó la mía en un enorme beso. Mientras nos tomábamos, hablábamos; mientras nos hablábamos, nos tomábamos. Mientras nos uníamos nos pensábamos, nos emocionábamos; dialogábamos con el material del que estamos hechos.

Nos desnudamos, ella se sacó la camiseta y yo la vieja bufanda colorada que quedó como una señal, una especie de semáforo inútil; no sé quién estaba arriba y quién abajo, la niebla blanca y espesa se parecía a las sábanas de nuestra pieza. Por un momento me pareció ver Parque Centenario, el lago artificial.

Giré sobre el eje de los ombligos que estaban mirándose el uno al otro; después empecé a besarle los pies, los dedos, uno por uno, con besos cortos, repetidos cien veces como una metralla contra una pared de carne y uña.

Ella me preguntó:

—¿Qué sentís cuando me besás los pies? —Le contesté:

—Ternura, mucha ternura; antes creía que sólo besando la boca podía acercarme infinitamente a vos, pero después descubrí los pies y tobillos, el arranque de las piernas, y vos descubriste las mías.

Nos chupamos las piernas, cada pedacito de su superficie, centímetro por centímetro, pelo por pelo, valle por valle, montaña por montaña, esquina por esquina y una emoción gigante se despertó, la fuerza imparable de un tractor empezó a sacudirnos. No era mera calentura, no eran las ganas de cogernos y copular, de acabar, de gozar con lo de abajo, con orgasmos o besos o caricias; era eso y la inteligencia de sabernos, de pensarnos uno entregado voluntariamente al otro. No había lugar para la vergüenza y mucho menos para el asco, no había timidez, más bien arrebato, tal vez locura; queríamos aprendernos el cuerpo de memoria sin apuro. Me preguntó:

—¿Qué gusto tienen mis piernas? —Le contesté:

—Están saladas, ¿y las mías?

—Partes saladas, partes dulces; los dedos de tus pies están dulces, la transpiración de tus piernas está salada. —Le dije:

—¿Sabés qué es el ser humano?

—No...

—Un animal de clase media, para animal le sobra y para Dios le falta...

Largó una carcajada. Se ve que mi metafísica estaba un poco pobre a esa altura de las circunstancias. No podíamos parar de reír, estábamos muy contentos, no recuerdo muchos momentos en mi vida donde haya estado tan contento, tan metido en una situación... ¡y era un sueño...!

Cuando volvimos a besarnos los muslos, a acariciarnos, la neblina cambió de color. Ya no era el blanco de las cortinas ni de las sábanas; era más bien la parte amarilla del borde de la llama que se eleva; y allí frenamos y giramos nuevamente, quedamos cara contra cara, mirándonos; estiramos los brazos y nos apretamos las manos. Eva las tenía enormes, poderosas, y tenía también enormes pies, exagerados. Ella estaba bien plantada como un cedro expuesto al viento: o se agarra o se muere; porque «al árbol lo funda el viento».

Sus ojos eran un arco de flecha: cuando la excitación aumentaba, cambiaban de curvatura, se almendraban. No eran más grandes, eran más bellos. Irradiaban una emoción brillante y dulce. Se los besé, también sus cejas, su frente, sus mejillas, la pera muchas veces. Eva se dejaba.

Después me quedé quieto, cerré los ojos y empezó a besarme la cara mientras me rozaba con sus dedos el cuerpo. Me dejé mimar también; pasivo, recibí... Después nos topamos: dientes y saliva, nuestras lenguas jugando, tocándose, acariciándose, recorriendo con el tacto tibio cada lugar de nuestras bocas. Nuestras piernas que se entrelazaban y los pechos con sus latidos que se unían en los pezones dilatados en espejo y mi miembro saliente y su vagina, con su pubis increíble y la hermosura de flotar como aves inmortales sobre copas de verdes árboles, de frescura. Le pedí:

—Dame a tomar de tu saliva...

Y lo hizo. Me ofreció su boca como pequeña vertiente transparente y deliciosa. Luego dio vuelta, giró como una calesita; me mostró su espalda hasta las nalgas. Bajé resbalando, panza abajo, con la cabeza hacia adelante mirando la pendiente. Pero lo que vi no fue la arena sucia de un arenero de plaza; era arena caliente, amarillenta, blancuzca, deliciosa del desierto. Puse mis ojos entre las piernas en el punto más atrasado de sus talones y toqué la arena; la textura, las superficies redondas de los músculos de las piernas, las curvaturas...

Los hombros allá lejos, sobresaliendo como puntas esféricas con membranas, uniendo las escápulas y las costillas, con el eje vertebral y sus monturas de pequeños músculos encerrando calcio vivo, generando forma, cartílago, hermosura. Y al final la negrura de sus pelos, el cabello que flotaba con su brillo natural y su grosor. Pero también la transpiración, el aliento, neblina humana.

Y giramos nuevamente. La selva del pubis afloraba, los pelos cortos, enrulados, gruesos, poderosos anunciaban la presencia de sus labios. Adelanté las manos y toqué las rodillas ásperas, bajé por el filo de la tibia al peroné; después subí con mano plana y agarré con firmeza las piernas, luego gemí del placer, grité, me sonreí, Eva no estaba... pasiva. Apreté, hasta que de calor nos quemamos los muslos con la delgada piel de la entrepierna que hervía, mojada, enamorada, en el lugar exacto donde nos convocábamos y nos besamos de amor, nos comimos, nos tragamos, nos alimentamos, nos hundimos, nos hicimos redondos, perfectos, satinados, nos trasformamos en esfera, nos curvamos mezclando olores, nos penetramos, aferrándonos los cabellos, trabando brazos, piernas, miradas; lanzamos fuegos, luces; gritos guturales salieron de nuestras bocas mojadísimas que se besaban solas, por las ventanas de los ojos salieron historias de trogloditas con mujeres con largos pelos y firmes garras, y hombres duros y malolientes de aspecto carbonífero, tremebundo, azulado, impresionante por la sinvergüenza con la que se amaban en la antigüedad, antes de Cristo, antes de Yahveh, antes del primer tótem, del primer menhir, antes de antes de empezar a ser lo que somos, pero cuando ya sentíamos el horror de sabernos.

Se plastificaron los huesos calcificados y se tensaron los amarres de los músculos y navegamos la tormenta más gloriosa posterior al Cuaternario, con olas impregnadas de serpientes voladoras y ciclones contagiosos y peces colosales y colores circulares, estrellas inundadas, golpes de madera, ruidos de costillas de barcos humanos quebrando como quillas la superficie salada y verde del mar más profundo, del dormitorio donde dormimos media vida.

Fue así que nos encontramos con nuestro cuerpo, cada uno con el suyo... nadie encuentra su límite sin la otra parte que lo completa y lo estira con cuidado. En ese lugar no se sentía el dolor inhóspito de la historia, ni el sufrimiento insoportable del misterio, ni la claustrofobia de ser persona sin quererlo, ni la guerra, ni el odio, ni el tormento de estar enfermo, rechazado, disminuido, malparido, abandonado, impotente, perseguido, seccionado, torturado, solo, muerto en vida, desquiciado. Sobró el flujo, la saliva, el semen, la sangre, el olor acre, todo fue desde el principio un gran derroche, un orgasmo semejante a una catástrofe, de ésas que escuchamos por la radio, pero que suceden, suceden... «diez mil muertos en un terremoto...», nacen y mueren diez millones de mariposas en un día. África muere porque es negra como la muerte.

Quedamos como láminas, hojas de papel ascendiendo en un remolino callejero y así descansamos largamente.

Al despertarnos volvió el traqueteo, todo el cuerpo latía, se expandía y contraía, el sonido de nuestros golpes cardíacos se hizo uno solo con el de los corazones del pueblo que dormía; se sumaron animales: perros, gatos, vacas, insectos, canarios, y los peces del río, y luego también las plantas: plátanos, palmeras, álamos. Y también las piedras, adoquines, cordones; y los metales: anclas perdidas en el fondo del Riachuelo, barcos, boyas; y por último, las estrellas, todas ellas, la Vía Láctea, los luceros, las constelaciones astrales, el universo todo hasta el límite imposible de nombrar al que llamamos pobremente «infinito» para no reconocer ante nuestros hijos la pequeñez de lo que somos. Le pregunté a Eva:

—Mi amor, ¿qué es esto que sentimos? —Me contestó:

—Estás sintiendo la indiferenciación. Estamos en el origen, como antes de nacer, como una porción del gran río, que se separa y después vuelve..., estamos volviendo y vimos tres cuerpos, con tres rostros, pero no eran humanos, eran innombrables.

Pocas cosas más recuerdo de esa noche. Se entremezclan en mi cabeza diálogos, ensueños, fantasías. Por último, antes de ver la luz del amanecer, tengo grabadas la imagen de infinitas luces pequeñísimas. Con Eva pensamos en luciérnagas, en miles de ellas navegando la neblina, pero al acercarnos nos dimos cuenta de que se trataba del cementerio judío de Tablada.

Los judíos nunca sacan de la tierra los restos de sus difuntos, cuando se llena un cementerio, después de un largo tiempo, lo transforman en una plaza; en las lápidas de mármol colocan una foto del difunto. De esas fotos venían las luces, eran los ojos encendidos de miles de difuntos que irradiaban luz creando una atmósfera sobrenatural.

Le pregunté a Eva si tenía miedo, me contestó que no, que en absoluto. Siempre imaginé que un cementerio de noche sería horroroso, pero en ese momento me di cuenta de que sólo hay muerte como sólo hay vida, que sólo hay amor como sólo hay ausencia; que ningún mal nos desean los que pasaron por la vida.

Ya no volamos, caminamos por el cementerio y mientras recorríamos las callecitas con frondosos árboles y canillas para regar flores que se quedan con ellos, leíamos. Leíamos las inscripciones de las tumbas: «León nació en tal fecha, murió en tal otra»; «Dora nació en tal fecha, murió en tal otra»; «Israel nació en tal fecha, murió en tal otra»; «Juan Pablo nació en tal fecha, murió en tal otra».

«¡Papá te extrañamos!»; «Al abuelo en su primer aniversario»; «Juancito te queremos siempre, siempre, siempre... porque saliste de nosotros»; «Raúl estarás siempre en nuestro corazón. Tus hijos, nietos y biznietos»; «Chiche, nunca voy a dejar de traerte flores rojas y blancas...». Y así miles de nombres, miles de rostros, miles de inscripciones, miles de generaciones enlazadas en cadena vital. Pero no había horror de la muerte, no había miedo, todo era paz.

Después volví a ver las sábanas mojadas, transpiradas; me fijé si Eva respiraba, si estaba viva; sí, respiraba tibia y empezó a desperezarse. Nos besamos y le pregunté:

—¿Vos soñaste que volábamos sobre Buenos Aires?; ¿hiciste el amor conmigo?, ¿sentiste la eternidad...? —Sonrió con brillos refulgentes en los ojos y me devolvió la camiseta de frisa. Cuando me levanté encontré en el piso la vieja bufanda colorada...

«Enterremos nuestros ojos, sólo existe lo que no vemos.»

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Miguel Ortemberg Miguel Ortemberg

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